Siempre supuse que podía pasar de la euforia a la depresión profunda. Y había logrado diferenciar ese estado eufórico de la felicidad verdadera. Pero hoy me di cuenta de que no lo controlaba tan bien como creí.
Ahora sé que puedo reconocerme como plenamente feliz, como llena de paz y armonía. Como equilibrada. Pero sé ahora también que puedo reconocerme así porque también puedo tapar casi completamente uno de los mayores pilares de mi vida, ahora roto. Puedo hacer de cuenta de que no es tan importante y de que ya lo asumí, creerme que ya no me afecta.
Pero así tan armoniosa como me creía, hoy con la noche, cayó en mi inmensa sonrisa involuntaria una sensación de inquietud que no me dejaba permanecer sentada. De repente me llenaron unas incontrolables ganas de gritar y se me manchó la cara. Empezaron a picarme los brazos y mis uñas se volvieron filosas.
En un ataque casi de ira, corrí a sentarme al piano, puse una paritura en el atril y comencé a tocar plácidamente. Gracias a la obra que elegí, pude serenarme un poco, o eso creí. A los pocos minutos entró papá a mi habitación y se tiró en mi cama a escucharme tocar. Comencé de vuelta la obra. LLegué a la mitad y en un intento de evasión de mi angustia, cambié de partitura violentamente a una más movida. Fui pasando de obra en obra tocando cada vez peor. Cuanto más las conocía, peor me salían. Entré en transe. Mi papá, que estaba muy comodo escuchando, se marchó de repente, como sabiendo que ese momento era sólo mío y que me estaba sintiendo invadida. No sólo por él, sino por esa angustia que crecía dentro mío y que me estaba dando ganas de romper el piano. Seguí tocando.
Un rato después, me di cuenta de que estaba conteniendo el aire, y no sabía hacía cuanto tiempo. Largué todo ese oxígeno que había hecho elevar mis hombros. Pero en vez de un suspiro salió un sollozo. Esa hilacha que dejé ver produjo algo asqueroso en mi cerebro que no me dejó leer más: mis dedos dejaron de responderme y no podía entender lo que había delante de mis ojos. Se cortó algo en mi que no podía volver a conectar. Me di cuenta de que ya no había conexión entre el pentagrama con sus figuras y mis dedos, ya no entendía la relación directa con las teclas ni con los sonidos. Nada. Un vacío, un corte, una desconexión. Sentí miedo, un miedo atroz que me golpeó el estómago; recordé los relatos de personas previas a un ACV: falta de coordinación, respuestas involuntarias, incoherencias en lo que dicen. Me asusté en serio. Pero insistí en seguir tocando, en intentar coordinar ese puto acorde que estaba leyendo y lo que tenía que tocar. Ese simple acorde, que había tocado un millón de veces esos últimos meses y que de repente era sólo un conjunto de círculos y patitas insignificantes para mi.
Hasta que dejé escapar otro sollozo, al que siguió un llanto incontrolable, profundo, doloroso. Y pude leer, pero elegí no hacerlo más, porque ahora era una fuerte tristeza lo que me quitaba las ganas, pero no la capacidad. Y lloré. Lloré con dolor por medio minuto, pero no me dejé llorar más. Porque hay algo en mi que no me deja. Hay algo mío que se niega a abandonar la vida feliz, mi vida armoniosa, con paz. Porque estoy cansada de llorar, pero parece que mi corazón no.
Sé que puedo ocultar ese pilar roto por ratos. Sé que puedo creerme que puedo aceptar su nueva naturaleza. Pero la realidad es que nunca voy a llenar ese vacío. Porque hay algo de esa columna en mí. Algo irremplazable que cada tanto necesita hacerme llorar.
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