El buen amor, el que repara, el que da sentido a las vidas que toca, el que permite florecer a las potencialidades de quienes se aman, el que nos lleva a construcciones cooperativas en el camino de la vida y le da a ésta sentido, requiere ciertas condiciones. Son estas:
1) vivir en primera persona, no postergar las propias necesidades, sensaciones y sentimientos, porque nadie las encarará por mí;
2) respetar al otro como a un tú con sus propias necesidades y características, que no vino a este mundo a amoldarse a mis expectativas;
3) reconocer las diferencias que existen entre las personas, puesto que no hay dos seres humanos similares, y saber distinguir entre las diferencias irreconciliables (de valores, estructurales, de propósitos existenciales) y aquellas que permiten un trabajo cotidiano en común, para hacer de estas últimas el potencial del vínculo;
4) honrar los mutuos misterios (nada más alejado de un secreto o un ocultamiento), es decir, aquellas zonas propias o del otro que hacen a la esencia de cada uno, que no siempre tienen explicación y que no pueden violentarse;
5) aprender a aceptar, que no es sinónimo de tolerar, sino que significa dar por válido aquello del otro que no coincide con mi diseño y no pretender cambiarlo (más vale, para eso, cambiar de otro);
6) entender que el tiempo es el gran escultor (como lo llamaba la gran escritora francesa Marguerite Yourcenar, autora de Memorias de Adriano) y que él dará forma y volumen a la relación, puesto que ésta no viene dada;
7) comprender que el encuentro verdadero y profundo entre dos personas nunca es la consecuencia de una búsqueda premeditada, que no hay fórmula para acelerarlo, ni receta, ni mago que lo pueda provocar, sino que será el resultado de una alquimia generada al calor de la interacción: las personas primero toman contacto y después se encuentran (cuando se encuentran),
y 8) la última condición es la responsabilidad, atributo que, cuando está presente y es consciente, permite responder por los propios actos, elecciones, palabras y decisiones sin pretender que sea el otro el gestor de nuestra felicidad o el culpable de nuestra frustración.
Si tomamos en cuenta estas condiciones, veremos que una relación de amor es algo más que un premio al buen comportamiento. Es una construcción plena de sentido y trascendencia, y no se define por sus formas. Que personas con valores endebles, con nula capacidad para registrar y honrar al otro y con prioridades utilitarias y egoístas tengan parejas y formen familias no tiene que ver necesariamente con el amor. Si quienes las envidian pudieran asomarse al árido corazón de esas personas y a la tierra emocionalmente yerma de sus parejas y de las familias que a menudo edifican, seguramente no querrían estar allí. Los simulacros de amor no son gratuitos, aunque lo parezca, y sus costos espirituales y afectivos se presentan bajo la forma de insatisfacción vital, de angustia perenne, de ansiedades sin destino, de vacío existencial. Que las formas suelan ocultar estos costos no significan que los mismos no se paguen
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