Hace diez años demoler la casa fue un dolor fuerte para nosotros, un dolor que era apaciguado por las expectativas de la nueva casa y todas las promesas que acompañaban los proyectos. Hace ocho cada mueble nuevo era recibido casi como un nuevo miembro de la familia. Hace cinco era el lugar de juntadas, el de la pileta y parque en verano, era el lugar más lindo del mundo y en el que siempre queríamos estar.
Hoy produce angustia. Ansiedad porque se la lleve otro. Porque no es más que el constante recuerdo de épocas felices que ya no existen. Es la continua sensación de que no podemos empezar de cero. Generadora de discordias. Con veneno de ira y rencor en cada uno de sus ladrillos.
Cada paso atrás en nuestro intento de abandonarla es el grito de alguno. Ya nadie quiere los recuerdos. Ni las fotos. Ni la pileta. Queremos la primera casa, la chiquita, cuando nos queríamos entre todos y nos gustaba estar apretados. Cuando los tres podíamos dormir juntos y jugar juntos hasta la noche.
La única calma en las peleas es repetirme "ya no más, me estoy yendo".